Luis Buñuel no había dirigido otra película desde Susana que me gustara tanto. Está claro que no alcanza el nivel de ésa y mucho menos de Los olvidados, pero si que tiene muchas cosas que la convierten en una buena película.
En primer lugar, la historia es original y se sigue con interés hasta el final: un joven recien casado tiene que viajar en autobús para buscar un notario que certifique el testamento de su madre moribunda, viaje que está lleno de anécdotas de todo tipo (un pinchazo, el autobús embarrado en una crecida del río, una fiesta por la madre del conductor, un parto, la seducción por la atractiva chica que le busca sexualmente, el fallecimiento de una niña, etc). En segundo lugar, por el tono popular entre comedia y drama, con personajes variopintos (desde un político local a un madrileño que viaja con un catalogo de gallinas ponedoras que vende). Y en tercer lugar, porque el surrealismo vuelve a aparecer en una película del director español.
Surrealismo que no solamente está presente en una escena onírica sino que la propia historia tiene muchos matices surrealistas entre los personajes y lo que les ocurre, o tal vez, sea más bien que el humor y el desparpajo del guión, lleva a pensar en una falta de realidad que se puede emparentar con el surrealismo.
Lo que no tiene desperdicio son los chapuceros efectos especiales que por ser así resultan más encantadores y es que las escenas con el autobús de juguete subiendo la maqueta de la montaña bajo la lluvia son innenarrables. En definitiva, la película es importante en la filmografía de Buñuel y deja su poso con multitud de detalles como la didáctica voz del narrador al inicio, la chica provocativa sexualmente con el protagonista, la niña que saca al autobús del río mientras los pasajeros discuten, el político apedreado por sus votantes o la huella de la madre estampada después de muerta en el papel que servirá para arreglar el problema de herencia entre los hermanos.
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